psicologavecindariomariajesus EVALUACIÓN DE LA CONDUCTA ALIMENTARIA
EVALUACIÓN DE LA CONDUCTA ALIMENTARIA
1.
Delimitación de las conductas alimentarias saludables
En general, los expertos en nutrición suelen valorar los hábitos
alimentarios, como más o menos saludables, circunscribiéndose a:
·
· Los componentes
de la dieta (p.ej., grasas, fibras, lácteos...)
·
· La frecuencia de
consumo de ciertos productos (diaria, semanal...)
·
· La forma de
preparación de los alimentos (fritos, cocidos, precocinados,
industriales...)
Estos aspectos, constituyen algunos elementos relevantes a la hora de
determinar si una persona come bien o mal, desde el punto de vista nutricional.
Sin embargo, otras cuestiones tan importantes como las citadas suelen ser
omitidas; por ejemplo, la velocidad con la que se ingieren los alimentos, el
tiempo destinado a las comidas principales, las actividades que se realizan al
mismo tiempo que se come, las medidas de higiene antes, durante y después de
comer, el entorno físico y social en que tiene lugar la conducta, el aspecto
hedónico de la alimentación, el grado de hambre con que se accede a la mesa, el
hecho de comer de pie o cómodamente sentados, las preferencias y rechazos
alimentarios, los estímulos señalizadores del inicio de la ingesta...;
variables que constituyen un conjunto de elementos cuya repercusión sobre la
salud se acrecienta en la medida en que son habituales en la vida de las
personas.
Aspectos
y conductas que podrían alterar el correcto funcionamiento orgánico y
psicológico de las personas:
Composición de la dieta
Se sugiere, en general, que la dieta integre una variedad de alimentos en
pequeñas cantidades, “comiendo poco, de todo”, y más explícitamente,
atendiéndose a las propuestas de la dieta mediterránea. Así mismo, es
conveniente reducir el consumo de alimentos precocinados o industriales, la
cantidad de proteínas, refrescos, bollería, dulces y chucherías, aumentando en
cambio, la ingesta de verduras y frutas frescas, legumbres, pasta y pescado
azul.
A título orientativo el U.S. Preventive Services Task Force
(1996) ofrece sugerencias de carácter general referidas a la composición de la
dieta.
Sin embargo, puesto que las necesidades nutricionales varían en
función de la edad y estilo de vida de cada persona, las recomendaciones
generales, antes mencionadas, habrán de adaptarse a cada grupo de población.
En suma, la dieta habrá de presentar
proporciones equilibradas entre los diferentes alimentos, y variar en su
composición, tanto por cuestiones de salud, como por el mero interés hedónico,
adecuando la cantidad de la ingesta a la edad, sexo, tipo de actividad y
condiciones específicas de cada persona. Los posibles excesos o déficits
alimentarios cobrarán naturaleza de problema en función de la frecuencia con
que aparezcan.
Frecuencia
de la conducta de comer
La frecuencia es una cuestión clave en la conducta alimentaria, ya que
determina, en gran medida, los beneficios o los riesgos sobre la salud. Este
parámetro puede referirse a los siguientes aspectos:
a) Número de veces que se come durante el día
b) Ocasiones en que se ingieren alimentos
c) Frecuencia con que se incurre en excesos o
déficits alimentarios
d) Aparición de ciertas conductas
relacionadas con la forma de comer
Cualquiera de estos aspectos cobrará más o menos relevancia en relación con
la salud en la medida en que se suponga un comportamiento habitual, ya que, de
forma aislada, su repercusión en el funcionamiento orgánico será escasa.
Por ejemplo, hacer un desayuno adecuado (frutas, lácteos, pan, cereales...)
puede considerarse beneficioso si se hace a diario, no constituyendo un
problema el saltarse esta costumbre en alguna ocasión. Por el contrario, si la
mayor parte de los días se omite el desayuno, o se limita a un café bebido,
esta conducta merecería atención dentro de un programa de intervención
psicológica.
En la misma línea, comer palomitas en el cine, no suele ser equivalente a
consumirlas ante el televisor, ya que probablemente, la frecuencia de esta
conducta en la primera situación será, probablemente menor, que la de la
segunda. Igualmente, la merienda y el “bocadillo del recreo”, que se consideran
correcto en el caso de los niños, puede constituir un riesgo si, casi todos los
días, consisten en piezas de bollería industrial, o golosinas, pero no si estos
productos se consumen de forma ocasional.
Respecto al número de comidas, los expertos en nutrición recomiendan que
los alimentos diarios se distribuyan en tres (desayuno, almuerzo y cena), en el
caso de adultos sanos, pudiendo incluirse, un ligero tentempié a media mañana o
a media tarde, si las comidas principales están muy alejadas entre sí.
En lo que se refiere a la frecuencia de ingesta de los diferentes tipos de
alimentos en general, suele aconsejarse el consumo diario de verdura y fruta
frescas, cereales y legumbres, mientras las carnes rojas, dulces y huevos se
limitan a 2 o 3 veces a la semana; otros productos, como embutidos y quesos,
pueden ser consumidos en una o dos ocasiones, a lo largo del mes.
Forma
de comer
Se trata de:
·
· La velocidad con
que se consumen los alimentos
·
· El tiempo destinado
a cada comida (se aconseja unos 20 minutos para las comidas principales)
·
· Las actividades que
se llevan a cabo mientras se come
·
· La postura...
Es importante una correcta masticación por su influencia
en las fases posteriores de digestión y asimilación, cuyo funcionamiento no
depende del control voluntario de las personas.
Comer despacio, masticando bien los alimentos, no sólo favorece un proceso
digestivo correcto, sino que favorece la percepción de señales de saciedad, en
mayor medida que una digestión rápida (Wooley y Wooley, 1975). Según estos
autores, en las personas que comen rápido se observa un incremento de la
salivación ante la presencia de alimentos, después de haber realizado una
comida, indicando una tendencia a percibir señales de saciedad atenuadas y, en
consecuencia, favoreciendo la conducta de realizar nuevas ingestas.
Además, en la medida en que se mastican más los alimentos, la lipasa
salivar -una de las varias enzimas que contiene la saliva- se segrega
en mayor cantidad, ejerciendo sus efectos durante más tiempo. Esto favorece que
la comida se digiera en mayor proporción en la boca, facilitando el proceso
digestivo posterior. De esta forma, cuando los alimentos llegan al estómago, se
estimula la secreción de lipasa pancreática, pero sólo en la medida
en que es necesaria, de forma que cuanto más digerida sea la parte grasa de la
comida, menor será la cantidad de lipasa pancreática segregada por el páncreas.
Por otra parte, la secreción de la lipasa pancreática está ligada a la
secreción de insulina a la sangre, función que también corresponde al páncreas.
La insulina, entre otras cosas, favorece la absorción de glucosa y nutrientes
en el intestino. Por tanto, cuanta más lipasa pancreática se segrega, más
insulina se segrega y cuanto menos de la primera, menos de la segunda.
Así mismo, la saliva contiene un agente antimicrobiano (la
lisozima) que destruye gran parte de las bacterias que contienen los
alimentos y, finalmente, la masticación minuciosa genera señales de saciedad,
influyendo en que la cantidad de alimentos ingeridos se adecue a las
necesidades nutricionales de la persona, evitando ingestas excesivas.
En consecuencia, si se mastica bien, se dirige en gran medida el bolo
alimenticio en la boca y, cuando llega al estómago, requiere escasa secreción
de insulina, produciéndose menor absorción de glucosa y nutrientes, por lo que,
junto a otros beneficios, los alimentos engordan menos.
Cuando se dispone de poco tiempo para comer o cuando simultáneamente se
llevan a cabo otras actividades extraalimentarias, probablemente se lleve
a cabo una masticación deficiente alterando las funciones nutricionales y
obstaculizado las señales de saciedad que regulan la ingesta normal.
Además, la presencia de estímulos alimentarios junto a los
que implican las actividades que se realizan durante la comida, puede
establecer vinculaciones entre ambos, dando lugar a respuestas de “hambre”
condicionadas, que se suscitan ante cualquiera de los estímulos implicados en
las tareas que se han llevado a cabo mientras se comía.
Conductas
de higiene alimentaria
Los encargados de preparar y servir los alimentos, especialmente en
establecimientos públicos, están sometidos a controles sanitarios. En cambio,
en el ámbito doméstico, puede presentar algunas deficiencias relevantes
pudiendo propiciar la difusión de diversos agentes patógenos.
La buena costumbre de inducir a los niños a lavarse las manos antes de
comer es, igualmente, aplicable a los adultos. Así como el lavado de dientes y
boca, después de comer.
Conductas
alimentarias habituales que pueden suponer un riesgo para la salud
Algunas conductas alimentarias pueden
constituirse en un riesgo para la salud. El grado de riesgo
depende de la frecuencia con que tengan lugar y del número de conductas
presentes en el repertorio de la persona. Por ejemplo, recurrir a un
precocinado o al servicio de “telecomida” en un momento de sobrecarga laboral,
tendría escasa repercusión negativa. Sin embargo, llevar a los niños al
“burger”, o comprarles helados o refrescos, podría constituir un problema si
esto se asocia con una recompensa por una buena conducta, o si se lleva a cabo
con demasiada frecuencia.
2.
Determinantes de la conducta alimentaria
Las preferencias y rechazos parecen depender, fundamentalmente:
·
De la accesibilidad a los alimentos
·
De las características de los alimentos (calidad, textura,
sabor, aspecto...)
·
La influencia de la publicidad
Por otra parte, los obstáculos más comunes para mantener hábitos
alimentarios saludables se jerarquizan de la siguiente forma:
a) Horarios de trabajo irregulares
b) Escasa fuerza de voluntad
c) Coste de renunciar a las comidas favoritas
d) Tener la vida muy ocupada
e) Precio de los alimentos
Modelos relacionados con la conducta
alimentaria
En gran medida, los hábitos que muestran los adultos han sido adquiridos en
su infancia a través de la observación de las personas de su entorno,
que influyen tanto en las preferencias y rechazos como en la cantidad o el
ritmo con que ingieren los alimentos, así como la forma de comer. Aunque
algunos de estos hábitos cambian posteriormente, por diversas razones, suelen
reactivarse en algunas circunstancias.
Los padres tienden a utilizar con sus hijos hábitos de alimentación
similares a los que ellos seguían en su infancia, insistiendo, por ejemplo, en
que coman de forma excesiva. Lo paradójico es que muchos padres incurren en
déficits alimentarios respecto de sí mismos, con objeto de mantenerse delgados,
mientras que exceden en su celo nutricional, atiborrando a sus hijos, sin
considerar el riesgo de una futura obesidad (Gavino, 1999)
El aprendizaje social tiene otras formas de manifestar su influencia, como
ocurre, por ejemplo, con el hecho de que estén, o no, presentes otras personas
comiendo. De Castro y De Castro (1989) observaron que la cantidad de comida
ingerida estaba directamente relacionada con el número de personas presentes.
Además, la correlación observada normalmente entre período de tiempo que
transcurre entre comidas y cantidad de alimentos ingeridos se observaba,
únicamente, en el caso de que los sujetos hubiesen comido solos, no existiendo
correlación cuando las comidas se realizaban en presencia de otros. Estos datos
sugieren que ciertos estímulos ambientales, de carácter social,
pueden superar la influencia de los factores metabólicos.
Desde la teoría del aprendizaje social, las investigaciones han
mostrado que la observación de la conducta de un modelo puede desencadenar
conductas similares que, aunque inhibidas, están presente en el repertorio del
observador.
La adquisición de conductas alimentarias, a través de la observación de
modelos, implica, además del aprendizaje en el medio familiar, el que se deriva
de los medios de comunicación. La utilización de deportistas de éxito, de
bellísimas modelos, o de madres ejemplares, consumiendo ciertos productos, es
una forma de influir en la conducta alimentaria.
Estímulos
presentes durante la realización de la conducta de comer
La conducta de comer se enmarca en un entorno físico y social, implicando
que múltiples estímulos ambientales pueden vincularse a dicho comportamiento.
Algunos de ellos pueden constituirse en desencadenantes de la conducta en
cuestión, facilitando que se inicie la ingesta, aun a pesar de que el organismo
no requiera ningún aporte de nutrientes en ese momento; otros, pueden ejercer
su influencia proporcionando ciertas consecuencias al comportamiento
alimentario, reforzando o debilitando la probabilidad de su emisión.
Se suele asumir implícitamente, que la ingesta de nutrientes y agua se
inicia a instancias de las señales de hambre o de sed, que se activarían en el
interior del organismo, como consecuencia de haberse detectado un descenso en
los niveles de nutrientes; así mismo, se cesaría de comer cuando dichos niveles
hubiesen recuperado su normalidad. Se alude, por tanto, a la intervención de un
cierto tipo de mecanismo homeostático, como responsable del inicio y
finalización de la conducta de ingesta. Se trataría, por tanto, de satisfacer
las demandas de las necesidades primarias de carácter innato.
Pero el ser humano tiene también necesidades secundarias, que dependen del
aprendizaje y que guardan relación no sólo con la supervivencia, sino con la
calidad de vida.
La conducta alimentaria de las personas depende, tanto de las necesidades
primarias, como de las secundarias, lo que implica que, junto a los
determinantes biológicos están los aprendidos que, por su naturaleza, son
susceptibles de modificación.
Además, las señales fisiológicas que provocan el inicio de la ingesta no
son, necesariamente, las que originan su final, ya que existe una considerable
demora entre la acción de comer y un cambio en las señales fisiológicas que
determinan el hambre o su desaparición. Es posible, que un individuo empiece a
comer porque los suministros de nutrientes han descendido por debajo de un
determinado nivel, pero no dejará de comer porque dichos niveles hayan
recuperado la normalidad, ya que esto no ocurrirá hasta haber concluido la
digestión, tarea que puede dilatarse durante varias horas.
Por otra parte, es fácil encontrar otros muchos desencadenantes de la
conducta de ingesta de carácter externo, por ejemplo, la visión de un plato
apetitoso, el aroma de un asado, la presencia de otras personas comiendo, la
conversación sobre recetas de cocina, sentarse a ver una película, experimentar
ansiedad...La cuestión se centra, por tanto, en conocer cómo influyen estos
elementos, tan diferentes, sobre la conducta alimentaria de las personas.
Numerosos estudios han mostrado que la conducta de comer es susceptible de
ser condicionada clásicamente, tanto en animales como en humanos, de forma que
los estímulos que se han asociado a la ingesta actúan como desencadenantes de
este comportamiento. Así mismo, también puede ocurrir lo contrario, de forma que
ciertos estímulos antecedentes a la comida se vinculen con experiencia
aversivas, minimizando la probabilidad de que dicha conducta se inicie.
En este sentido, las consecuencias que siguen a la conducta alimentaria
pueden contribuir a que ésta tienda a aparecer con mayor frecuencia o, por el
contrario, que disminuya, e incluso, que se extinga. El placer derivado del
sabor, textura o temperatura, de cierto tipo de alimentos, puede constituir un
poderoso reforzador (cualquier estímulo que incrementa la frecuencia de una
conducta) pero si se sobreimpone su valor calórico, comer esos productos puede
traducirse en un estímulo sumamente aversivo para algunas personas.
Todos estos mecanismos que afectan al inicio y al cese de la conducta de
ingesta, incluso a las preferencias y rechazos de los alimentos, son
susceptibles de aprendizaje, dependiendo en mayor medida de éste que de
determinantes innatos.
Dificultades
para lograr y mantener los cambios en la conducta alimentaria
a) la irregularidad de los horarios
establecidos para comer
b) la fuerza de voluntad
c) ocupaciones diarias
d) el precio de los alimentos
Otras
cuestiones que pueden influir en los hábitos alimentarios
a) La edad es una variable
relevante en relación con la conducta alimentaria.
Entre los problemas alimentarios en la infancia se encuentran la
inapetencia, rechazos específicos, rabietas, consumo de chucherías...
En los adolescentes, se dan trastornos graves: anorexia nerviosa, bulimia
En los adultos, el estrés generado por demandas laborales, sociales y
familiares los lleva al consumo de productos preparados o a suprimir la comida,
o la sustituyan por una copa para relajarse. Además, existe una percepción
mínima de los problemas que pueden acarrear estas conductas inadecuadas.
En la ancianidad, se dan cambios orgánicos y sociales que se relacionan
directa y negativamente con la adecuada nutrición: dificultades de masticación,
disminución de la sensibilidad gustativa, alteraciones de apetito...
b) La práctica de ejercicio
físico
Con independencia de la edad, la actividad física y deportiva de elevada
intensidad, puede favorecer la adquisición y consolidación de hábitos
alimentarios que entrañan riesgo para la salud, sobre todo, en la medida en que
facilitan la alteración de los horarios de comida habituales, proporcionan
coartadas para no comer en compañía de otros, o inhiben el apetito como
consecuencia de la fatiga.
Por otra parte, el ejercicio físico, considerado como una actividad
saludable, puede constituirse en una potencial fuente de problemas, al alterar
la conducta alimentaria. Diversos autores respaldan la hipótesis de Epling,
Pierce y Stefan (1983) sobre la anorexia inducida por ejercicio, que sugiere
que la actividad física intensa puede ser causa suficiente para desencadenar
este grave trastorno, especialmente en la fase premórbida.
c) El estado emocional
La ansiedad y el estado de ánimo depresivo parecen estar vinculados a la
conducta de ingesta, dando lugar a dos manifestaciones opuestas: para algunas
personas inhibe el deseo de comer, mientras que para otras lo excita,
induciéndolas a consumir cantidades exageradas de alimentos (Kaplan, 1957).
Posteriormente, Bruch (1961) sugirió que algunas personas podrían confundir las
señales internas relacionadas con estados emocionales, con la sensación de
hambre. En esta misma línea, Robbins y Fray (1980) propusieron que el estrés
podría dificultar la discriminación entre las respuestas emocionales y el
hambre, desencadenando la conducta de ingesta que se vería reforzada por las
cualidades de los alimentos, más que por la reducción de estrés. En un estudio
posterior, Ruderman (1983) analizó diferentes niveles de activación emocional y
la conducta de sobreingesta en sujetos obesos y normales, encontrando que los
primeros tendían a comer menos en situaciones de alta ansiedad.
En general, los resultados hallados no parecen aportar evidencia
consistente.
Referencia bibliográfica
Buceta, J., Bueno, A. M., & Mas, B. (2001). Intervención y
salud: Control del estrés y conductas de riesgo. Madrid: Dykinson.
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